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ANÁLISIS

La OTAN en el norte de África y el Sahel, ¿agua y aceite?

El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, durante la cumbre en Madrid.

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El nuevo “concepto estratégico” de la OTAN define a Oriente Próximo, África del Norte y el Sahel como regiones de interés estratégico y declara su intención de trabajar conjuntamente con los que denomina “socios” para hacer frente a las amenazas y desafíos de seguridad que les (y nos) afectan. Nada que objetar en principio, dado que son muchos los problemas existentes en esas zonas, y toda colaboración es bienvenida si está bien enfocada. Pero de inmediato surgen las dudas cuando, aun sin hacer un listado exhaustivo, queda claro que los problemas que más preocupan a los 30 aliados son el terrorismo y los flujos de población descontrolados, dos temas que no tienen la misma prioridad en el listado de inquietudes de los gobiernos africanos y, menos aún, de las diversas sociedades que pueblan el continente.

Ni la experiencia acumulada por la OTAN en estas regiones ni lo recogido en el mencionado documento permiten suponer que sus actuaciones vayan a ser ahora más exitosas en la atención a los problemas multidimensionales que actualmente las caracterizan. En primer lugar, cabe constatar que, como tantas veces en el pasado, no hay ninguna señal que apunte a la asunción de corresponsabilidad de las antiguas potenciales coloniales (europeas) y de Estados Unidos en la creación de los conflictos, la fragilidad y la inestabilidad que se mencionan en el punto 11 del “concepto estratégico”. Parecería que esa inquietante realidad es, simplemente, el resultado de fenómenos naturales y de errores de otros: como si las decisiones occidentales al crear nuevos Estados artificiales o al apostar por socios impresentables al servicio de una división internacional del trabajo que viene esquilmando sus ingentes recursos en beneficio de unos pocos no tuvieran nada que ver con el complejo panorama actual. Y si no hay mención a ello, no cabe esperar tampoco que milagrosamente vaya a haber una corrección del rumbo marcado desde hace décadas; y menos aún cuando ya se identifican en el horizonte nuevos competidores, como China y Rusia, que pueden sacar tajada de la controvertida imagen de Occidente.

Una iniciativa fallida

Lo que la OTAN ha hecho hasta ahora en la región se ha limitado a promover un diálogo OTAN-Med que ya ni siquiera se recoge en la nueva estrategia. Tras el final de la Guerra Fría, huyendo hacia adelante en su afán por evitar su propia disolución, la Alianza giró de manera muy clara hacia un flanco sur definido sin ambages como un “arco de crisis”, desde Mauritania hasta Afganistán, que presuponía que demandaba una respuesta militar. Así, mientras por un lado se activaba una fuerza naval permanente en el Mediterráneo y, más tarde, se implicaba en operaciones militares en Irak, Afganistán y Libia, se lanzaba una iniciativa de diálogo con siete países- Egipto, Israel, Mauritania, Marruecos y Túnez, en 1995, más Jordania (1997) y Argelia (2000)- considerados moderados. Tanto Libia, con Gadafi al frente hasta 2011, como Oriente Medio y el Sahel quedaron al margen.

Hoy nadie puede señalar un solo resultado positivo de esa iniciativa, ni en creación de confianza entre los participantes- más bien sirvió para reforzar a gobernantes escasamente recomendables- ni mucho menos en aportaciones positivas a las llamadas “primaveras árabes”. Y es que, conviene no olvidarlo, lo que la Alianza Atlántica busca en la zona no es necesariamente fomento de la democracia y del Estado de derecho, sino más bien la estabilidad. Y hay quien sigue pensando que un buen líder autoritario, como Abdelfatah al Sisi en Egipto, es mayor garantía de estabilidad que cualquier alternativa que pueda poner en peligro un statu quo del cual somos los occidentales los principales beneficiarios (junto con las elites políticas y económicas locales).

Poco que aportar

A esas dudas se añade la obvia inadecuación entre los problemas a resolver y los instrumentos disponibles en manos de la OTAN. Por mucho que quiera ser vista como un actor político, la Alianza es una organización militar, la más poderosa del planeta. Y lo que tiene en sus manos para lograr sus fines es, básicamente, capacidad de disuasión- para frenar a los que puedan soñar con atentar contra los intereses de sus miembros- y de castigo- contra quienes se atrevan a poner a prueba su voluntad de golpear. Aplicado a África del Norte y al Sahel, la cuestión es que son regiones que sufren enormes problemas y aunque algunos tienen manifestaciones violentas- como ocurre con el terrorismo-, sus causas estructurales hunden sus raíces en elementos sociales, políticos y económicos para los que la maquinaria militar otánica no tiene ninguna respuesta válida.

Eso significa que, aunque quisiera contribuir decididamente a resolver esos graves problemas, no tendría nada sustancial que aportar. Pero, al ponerlo en su lista de tareas a realizar, el peligro real es que contribuya a militarizar aun más una agenda que ya tiene un innegable sesgo securitario- más vallas, más despliegues policiales, más ayuda militar a los gobiernos locales para eliminar a los terroristas y a las mafias que trafican con personas, más intervenciones de fuerza sobre el terreno, más instrucción y apoyo material a fuerzas no especialmente respetuosas con los derechos humanos… De ahí las dudas sobre lo que pueda deparar el concepto estratégico de la OTAN en la mejora de las condiciones de bienestar y seguridad de quienes habitan esas zonas.

Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)

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