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Júbilo y prudencia en la Conakry de los militares

La capital guineana se mueve entre el alivio por la caída de Alpha Condé y el temor ante un nuevo régimen castrense de perfiles aún desconocidos

Soldados de las Fuerzas Especiales de Guinea ante la puerta de la prisión central de Conakry el pasado 7 de septiembre, antes de la liberación de decenas de presos políticos.
Soldados de las Fuerzas Especiales de Guinea ante la puerta de la prisión central de Conakry el pasado 7 de septiembre, antes de la liberación de decenas de presos políticos.CELLOU BINANI (AFP)
José Naranjo

“Este golpe de Estado ha hecho justicia. Todo lo que han sufrido los guineanos lo está sufriendo ahora Alpha Condé”. Sidi Barry vende crédito telefónico bajo una sombrilla en un cruce de Madina, un popular barrio de Conakry, mientras hace su propio análisis del golpe de Estado del pasado domingo. Dos compradores cargados con unos listones de madera le jalean. “Ahora que vengan los de la comunidad internacional a condenar, ¿dónde estaban antes, cuando nuestros hermanos estaban en la cárcel o eran asesinados?”, espeta Mame Touré mientras alza la mano para detener a una moto-taxi en el siempre caótico tráfico de la capital de Guinea-Conakry.

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Por estas mismas calles llenas de puestos de venta de telas y cargadores de batería y pobladas por transeúntes con aire despreocupado pasaron hace cuatro días a toda velocidad medio centenar de camiones militares y vehículos blindados atestados de soldados de las Fuerzas Especiales en dirección al Palacio de Sékhotouréya, donde se enfrentaron a tiros con la Guardia Presidencial. Al menos una decena de hombres cayó en la refriega, según fuentes de las asociaciones de derechos humanos. Pero toda resistencia fue inútil ante el poderío de los sublevados que en pocas horas se plantaron en la capital desde su base de Forecariah, a un centenar de kilómetros, y detuvieron en un abrir y cerrar de ojos al presidente Condé, de 83 años, acabando bruscamente con sus casi 11 años en el poder. Nadie, salvo sus antiguos colaboradores, parece demasiado compungido con este giro de la historia.

Esos vehículos militares ocupan desde el domingo la gran explanada situada junto al Parlamento, que en Conakry se conoce como el Palacio del Pueblo. La imagen no puede ser más simbólica. Mientras el viejo edificio de la Asamblea Nacional está desierto, inanimado, la base militar situada a pocos metros, donde se han asentado las fuerzas especiales, se ha convertido en el epicentro de la actividad política guineana y asiste a un constante vaivén de civiles y militares que, sudando la gota gorda bajo el intenso calor de la estival temporada de lluvias, tratan de congraciarse con los nuevos señores del lugar.

Al frente de todos ellos está el teniente coronel Mamady Doumbouya, un exmiembro de la Legión francesa curtido en operaciones internacionales que ya dicta su ley y que es la gran X de esta ecuación hasta que se conozcan sus verdaderas intenciones. Ha anunciado la creación de un gobierno de unidad nacional para gestionar una transición hacia la democracia bajo la tutela de la junta militar que él mismo preside, pero no ofreció detalles respecto a su duración. Anunció que no habría caza de brujas contra el antiguo régimen, pero mantiene detenido al expresidente y pretende usarlo como moneda de cambio. La oposición de momento le apoya y ha anunciado su colaboración con esa transición, pero no es una carta blanca.

“Alpha Condé ha sido el presidente más corrupto de la historia de Guinea-Conakry”, asegura sin tapujos el conocido escritor Thierno Monenembo desde su casa de Conakry, “se creía el Mandela guineano y no era sino un pequeño autócrata arrogante y codicioso, con la cabeza vacía y las manos manchadas de sangre”. Además del novelista, numerosas voces se han alzado estos días para que el depuesto presidente, que se presentó a un tercer mandato en octubre pasado pese a estar prohibido por la Constitución, sea juzgado por sus crímenes. Su futuro está aún por decidirse, pero en buena medida pasa por las conversaciones que han mantenido este viernes en un lujoso hotel de Conakry los militares y la delegación de la Comisión Económica de Estados de África Occidental (Cedeao). Pero ni siquiera este organismo regional ha actuado con especial contundencia: Guinea-Conakry ha sido suspendida, pero, de momento, no se han fijado sanciones. La Unión Africana también ha decidido congelar la participación del país de todos sus órganos y comisiones.

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Vestido de traje y corbata y con paso firme, Malam pasa por delante de un bloque de apartamentos de Madina. Es funcionario en el Ministerio de Agricultura. “Sí, voy a mi puesto de trabajo. Pero desde el lunes no se hace nada, apenas avanzamos. Todos los ministros han sido destituidos y les han reemplazado por los secretarios, pero nadie se atreve a tomar decisiones”, asegura mientras pide que su apellido no aparezca. Porque hay satisfacción, pero también miedo. El recuerdo del último dictador que sufrió Guinea-Conakry entre 2008 y 2010, Moussa Dadis Cámara, está aún muy presente, sus violentos crímenes, sus humillaciones, sus espectáculos televisados en los que abroncaba tanto a sus subalternos como al cuerpo diplomático.

El teniente coronel Doumbouya, quien de momento se cuida de prodigarse delante de los focos, es consciente de este temor y ha querido desmarcarse del capitán Cámara desde el primer momento, pero el pueblo guineano, al igual que la comunidad internacional, escruta con atención cada uno de sus movimientos. Asomado al barrio de Echangeur, en un modesto despacho habitado solo por una mesa y dos sillas, Alseny Sall, portavoz de la Organización Guineana de Derechos Humanos, muestra prudencia. “Hay señales tranquilizadoras, pero aún es pronto para cantar victoria. La paradoja de este golpe de Estado es que supone un retroceso democrático, pero que al mismo tiempo era previsible”, asegura.

Las escenas de júbilo en las que decenas de guineanos han coreado estos días la palabra libertad al paso de cualquier vehículo militar, similares a las vividas en Malí el año pasado, son el fruto de una enorme frustración. “No son solo las decenas de personas muertas en manifestaciones y la impunidad con la que la policía disparaba contra la gente, ni los 400 presos políticos en todo el territorio nacional. Es todo un sistema que hacía aguas en el que la gente vivía en la absoluta pobreza mientras se malgastaba el dinero público”, añade Sall. “Para ir de Conakry a Mamou, que son 300 kilómetros, hacen falta 11 horas. Así están nuestras carreteras. A su llegada al poder, Guinea exportaba 10 millones de toneladas de bauxita; hoy son 80 millones. ¿Dónde está ese dinero?”, se pregunta Monenembo.

Al menos 80 de esos prisioneros, que cumplían distintas penas de prisión por haberse manifestado contra un tercer mandato de Alpha Condé, han salido estos días de distintas prisiones. Al mismo tiempo, dos soldados que participaron en saqueos estos días han sido detenidos. Pese a todo, la prudencia es la norma. “Salvo excepciones como Rawling o Sankara, los militares nunca han sido la solución”, advierte el literato con rotundidad, “la caída de Alpha Condé es una verdadera liberación, pero los guineanos permanecen en alerta”. El golpe de Estado en Guinea-Conakry, aplaudido de manera mayoritaria por la población, permanece en periodo de pruebas.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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